Era una fría noche. Veía pasar los carros sobre la Calle 33,
esa noche había sido tranquila, pero de un momento a otro, la lluvia empezó a
caer como agua del rio, las luces se perdieron en la eternidad y la oscuridad
se apodero de toda armonía, la discordia empezaba a aflorar, de un momento a otro
dejaron de pasar los coches. La noche se hacía más envolvente y las luces que a
lo lejos dejaron de aparecer, me quitaban cualquier tipo de consuelo, las gotas
perforaban mi traje, sentía como si me atravesara un incontable número de balas,
podía sentir el calor de la sangre, aunque no corriera ni una gota por mi
cuerpo, los ojos perdidos en un continuo horizonte de perfecta geometría, no
esperaban más que otra nueva luz, que al parecer no tenía ganas de llegar; los
minutos pasaban, incluso llegaron a pasar las horas y no había señales de vida,
solo la perpetua pero continua oscuridad, lo único que no me había abandonado.
Mire la hora en mi reloj de bolsillo, por suerte la luna daba algunos destellos,
que aun sin permitirme ver la calle, se reflejaban enormemente en el cristal de
mi reloj, el minutero apuntaba hacia las doce y el horario daba alrededor de la
once.
Cruzaba la calle de un lado a otro, no tenía más que hacer,
lo único diferente era pensar en mi familia, más que incoherente, era algo
innecesario, pues hace meses los había abandonado, no tenía ni la más mínima
noticia de ellos. Los callejones por los que iba cruzando, eran demasiado
extraños, a estas horas, en una ciudad como la nuestra, es imposible caminar
sin tener más de 3 sombras a tu espalda, pero esta noche no, esta vez era
diferente, ni siquiera mi sombra me acompañaba, no había delincuentes en las
calles, ni siquiera los típicos policías, pidiendo requisas de par en par.
Las pequeñas casa y callejones sin sentido, daban lugar a
gigantescos edificios, rascacielos, que por más que mirara hacia arriba, no
podía dar con la punta, en condiciones normales, nunca entraría a alguna de
estas callejuelas, pero nuevamente recalco, este era un momento especial, no había
ninguno de ellos; las peleas callejeras, parecían haber sido paradas abruptamente,
la sangre aún estaba, se sentía caliente el pavimento, pero no había
espectadores, ni defensores de ningún título. Justo detrás de unos contenedores
se hallaba una gran puerta, casualmente estaba abierta, a pesar de la lluvia,
tarde un momento en tomar una decisión, pues con ambas opciones mi vida estaba
en riesgo, ya fuera por un arma penetrando mi piel o un virus destrozando mis
pulmones, esperando todo tipo de represarías, entre sin miedo alguno, pero
nuevamente para mi sorpresa, seguía estando vacío, no lograba entender donde se
hallaba todo el mundo. A unos cuantos pasos, se ubicaba la cocina, un café
recién hecho y un par de panes, comprados probablemente cerca, seguían estando
calientes, ¿quién podría haber dejado eso hay? Parecía hecho a posta, como si
esperaran su repentina aparición.
Seguía caminando, tocando puerta tras puerta, entrando en
cada una de las habitaciones, pero en ninguna de ellas podía encontrar a nadie,
todas absolutamente vacías, aquellas habitaciones, eran muy particulares, pues
solo contaban con un pequeño televisor y un baño incrustado en un hueco
circundante que en el pasado actuaba como closet, sin embargo podía encontrar
una gran cama en el centro, no sabía en qué lugar se había metido, pero nada más
ver las prendas interiores tanto de mujer como de hombre, cayó en cuenta de que
ese lugar, no era precisamente un hospedaje decente, al menos no en ese preciso
momento.
En el centro del edificio, se encontraba una espaciosa
oficina, pero con nada más que una pequeña mesa, 2 cajones y una caja fuerte
que prometía no tener muchas cosas de importancia. Nada más entrar, noto el
fajo de billetes que sobresalían de la mesa, incluso se caían de ella por la
leve brisa del viento, que suavemente entraba desde una pequeña ventana, tan
pequeña, que apenas se podría ver con un ojo puesto sobre ella. El pequeño
agujero daba al exterior, al siguiente callejón, a la continuación de la calle
33. Cuando se dio la vuelta, cayó en cuenta de que la caja fuerte estaba
abierta, contento con su hallazgo, miro el contenido de la misma, dentro había
unos cuantos estuches y su contenido no podría ser otro que joyas de inmenso
valor, pero él no buscaba ese tipo de cosas, sin embargó tomo un par de fajos
de billetes de 100 euros, en cada uno de ellos alrededor de 30 papeles se
podían contar. No los tomo por obstinación, ni mucho menos por matonería, pues
su falta de experiencia en el tema, lo llevaron a tomar tan solo dos de cientos
de fajos, lo hizo más bien por la ansiedad, impulsado por el miedo que sufría
en aquel momento, la espera de ese presente de necesidad.
De nuevo bajo la lluvia, continuaba su camino, su casa ya
quedaba muy lejos y el recuerdo que lo llevaba hasta ella, estaba muy en el
horizonte, ni siquiera podría encontrarlo con un millón de migas de pan, pues
las pocas que dejo, se las ha llevado el agua, la calle 33 puede ser un cruento
destino, pero es lo mejor para los exiliados sin corazón. No había cometido
ningún pecado, era completamente monógamo, iba misa cada ocho días los domingos
y se confesaba cada que podía, por no decir los ocho de días de la semana, por
lo tanto, ni el comprendía, cuáles fueron las circunstancias que los llevaron a
acabar así.
A lo lejos una lámpara titilaba en aquella llanura, las
sombras seguían siendo inexistentes, pero era reconfortante sentir un poco de
calor, las miradas estaban extraviadas, por lo que podría hacer todo lo que
quisiera y aun sabiendo su honesto proceder, los hechos fueron llevados a cabo,
las palabras y pensamientos, que en su mente se formulaban, no fueron evitados,
pero si culpados por el subconsciente. Al cabo de una hora, se había hecho
dueño de medio mundo, de unos cuantos callejones, inhabitados, llenos de pobrezas,
escasos tesoros. Sobraba el oro, el platino; el oro negro rebosaba y el café de
sus bares, continuaba en las afueras de la ciudad, proseguía su viaje de exportación,
pero quien recibiría lo que él enviaba, procesaba, contaba y media, ¿de verdad
era el único que quedaba?, a ciencia cierta, no podía saberlo, pues en esas
cruentas horas, en que la lluvia seguía haciendo procesión, no había visto ni
siquiera la punta de un alma, de un momento a otro todos desaparecieron. Tan
centrado estaba en aquel tema que, guardando los sucesos de aquella noche de
melancolía, recordó que los automóviles, vistos anteriormente, no tenían
conductor, por lo que nunca nadie estuvo a su lado, solo la luz, que lo
acompaño hasta la caída del sol.
Su propia estrella no fue suficiente, para prevenir lo inevitable;
el reloj marcaba las 2 de la madrugada y las almas continuaban escondidas, no
podría adivinar, donde se ocultaban. La calle 33 seguía completamente sola, ya
ni la bien llamada oscuridad acompañaba su camino, no era luz, ni lo
anteriormente nombrado, era otra cosa, ausencia de todo, la conmemoración del
nada, no podía distinguir entre el blanco total o el profundo negro que
inundaba sus ojos, podía sentí sus pasos, oír sus latidos, la respiración, oler
el fétido olor que desprendían las calles, pero ya no podía ver nada, el todo
se había adueñado de él, la nada lo consumía por dentro. Se hacían las 3 de la
mañana y el despertador seguía estando en espera, la alarma que esperaba con
pudor, no quería sonar, desde el primer momento, pensó de infinitas maneras, lo
que pudiera haber sido, un sueño, otra realidad, el apocalipsis o una mera
broma de mal gusto.
Se empezaba a desesperar, ahora totalmente ciego, no podía
ver ni el poco calor que lo acobijaba, no pudo hacer más que pasar lo poco que
quedaba de la noche bajo el cielo de ese poste de luz, defender lo que le
quedaba, agregar el frio que aún le sobraba, a medida que pasaban los minutos, oía
como el segundero avanzaba en su reloj, podría adivinar la hora. A eso de las 6
de la mañana ya no supo que hacer, quería dejar de respirar, tenía el dinero,
que al parecer no era de nadie, tenía sus negocios, las propiedades de las que
se había adueñado, pero en el hospital no había quien lo atendiera y la aguda
gripe obtenida bajo el estupor de la lluvia, le estaba destrozando los
pulmones, era algo muy raro, tanto era el daño que, en tan solo un día, pareciera
que llevara años con la temible tuberculosis.
Sabía que se acercaba el momento de su fin, sin embargo, los
colores estaban volviendo a sus ojos y el sol se veía saliendo por el
horizonte, aquel oriente, era más que una esperanza, era lo mayor de todo lo que
le quedaba, lo único que de verdad tenia, porque ni siquiera la ropa que
llevaba puesta eran de su propiedad, ni el aire, ni el agua, ni él, ni la luna,
ni siquiera sus ojos o manos. En cualquier momento podría dejar de respirar,
pero tendría el consuelo de haber visto por última vez, un bello amanecer, tan
común como el resto, pero tan único como el solo sabía hacer. Su corazón estaba
dando pequeños pasos, sus manos se empezaron a entumecer, los billetes que
llevaba en el bolsillo, empapados, comenzaban a destrozarse por el continuo
movimiento de sus piernas, que por el inmenso dolor no dejaban de tambalearse,
parecía en la cuerda floja, pero en vez de tratar de no caer, quería chocar
contra el suelo lo mas rápido posible, acabar con el sufrimiento y no dejar lugar
a las lágrimas traicioneras.
Sus manos se entumecieron, sus pulmones dejaron de funcionar,
el poco aliento que le quedaba no le servía para nada, sería una falta de
respeto gastarlo en pedir ayuda, pues no hubiera nadie quien lo escuchara, su corazón
ya preparado dejo de latir, tras el último suspiro que pudo dar, las nubes
nuevamente volvieron a llorar, el sol secaba los charcos a su alrededor,
alejaba las nubes, apartaba a las estrellas que venían a chismosear, logro que
su traje se secara por completo, lo acostó sobre la acera y le puso una rosa en
su pecho, tan bella rosa blanca, que la piel del hombre, quedaba retratada en
ella. La lámpara continuaba prendida, pero no servía para nada, ni siquiera para
iluminar el lugar de su muerte, pues por más que quisiera el sol ya no podía
apagarse, no hasta otra nueva vida, hasta el próximo viajero del tiempo, que en
las noches de domingo cruzara por el pavimento de la calle 33.
Al día siguiente una mujer lo encontró, los sueños salieron
de su madriguera y muchos otros seres se posaron a su alrededor, tenían que ver
la bella escena, un hombre vestido con un esmoquin gris, había muerto, en medio
de la acera, nadie se explica la causa de su fallecimiento, ninguno de los
presentes lo había visto la noche anterior, ni siquiera los guardas, las
cámaras o los perros en busca de rastros, que cada noche salían a investigar,
era un nuevo misterio, otra incógnita de la humanidad. Este es el muerto número
33, la calle de los desaparecidos, nunca nadie sabía las razones, simplemente
de un día para otro estaban allí, uno por semana, desde el día de su
inauguración. Eran viajeros sin rumbo fijo, muertos sin nombre ni rostro, solo
cuerpos terrenales, que abandonaban nada más llegar a nuestra tierra.
Todos corrieron a llamar una ambulancia, para cuando
volvieran el cuerpo ya no estaría allí, había emprendido un nuevo viaje, un
periodo de reconciliación, aunque la verdadera alma se encontrara en otro
mundo; la rosa continuaba tirada allí, nadie la supo apreciar, incluso hubo
quienes la pisotearon, por suerte, fue muy brevemente. Volvió a pasar la noche
en la intemperie, a la merced de lo que esta dimensión le propusiera, pero esta
vez más triste, porque desde la noche anterior, el sol le había prohibido
moverse. Luego de un par de días, la flor casi seca, estaba a punto de morir de
nuevo, cuando una niña, la vio desde el otro lado de la calle, su sombra, le dio
el calor que necesitaba, sus manos la abrigaron hasta que pudo llegar a su
nuevo hogar. La niña tiernamente, le habría construido una gran casa, le puso
tierra fresca y por la tarde le hecho agua de la más pura que logro encontrar.
La rosa estaba reconfortada, salvada de su desaparición, en menos de una
semana, se hallaba nuevamente florecida, con tanto esplendor como nunca antes
hubiera tenido, se asomó por la ventana y vio a la pequeña niña en los brazos
de su madre, que postrada en la cama, lloraba por no poder ver a su hija
crecer, el doctor había dado su pronóstico, no más de dos días le quedaban para
acabar con el sufrimiento de la madre, que siendo joven, debía dar su vida por
terminada, aun sin haber cumplido objetivos de su presente futuro, solo podía
conservar a su hija.
No le quedaba más que esperar el próximo
domingo que ya a un día de su llegada, estaba más lejos que nunca, preparada,
para sin siquiera saberlo, encarnar en otra dimensión, acabar en medio de la
calle 33, postrada en el suelo y en su pecho una preciosa rosa, del mismo color
que su corazón.