Las alcantarillas producían un olor terrible, azufre
mezclado con quien sabe que, otro síntoma de la urbanización, sobre todo en los
barrios altos. Hace años he dejado de ver el cielo, a pesar de querer mirar su
infinidad constante. El humo del cigarrillo, apoyado por los coches, desprende
de la mañana algo más que simples silencios, se llevan las vistas de la
ventana, inundan las carreteras y merodean sin un mínimo a todos los habitantes
de la cuadra, pues, hasta dentro de las casas puede verse la neblina, el crudo
tumulto de nubes de polvo con olor a tabaco.
Los pobres pájaros respiran con dificultad, revelan la
impotencia de sus alas, no pueden hacer más que esperar en sus nidos de algodón
a que pase el filo de la mañana. Aquellos perros que ladraban, de igual manera,
por la mañana; han dejado de hacerlo, se han horcado con los cochecillos de
carreras, devorando de golpe las ascuas del veneno, el bistec enzarzado y el
joven polluelo pasando en pleno semáforo verde, aunque claro ¿cómo podrían
haberlo distinguido?, si para ellos todo era del mismo mate, pequeñas
tonalidades de negros, blancos, y viceversa, sinceramente desearía más, verlo
todo del mismo color, tan solo imaginen todo el tiempo que me ahorraría,
evitando los berridos de María, mi esposa, cada que elige alguna blusa. Un
festivo por la tarde es solo comparable al suicidio, al rendimiento de cuentas
menores.
Mi mismísimo gato, recompensado cada tarde con un gran
salmón, llego a pensar en la tentativa de sus compañeros, tirarse del último
piso en el edificio Wells, contando aquello como un acto de cobardía conjunta o
mejor llamado suicidio colectivo. Aquel fiero animal, tentado por las garras de
sus compañeros, no tuvo más remedio que subir a la azotea y mirando desde el
piso 71 arrojarlos a todos, de una patada en el rabo, a la calle moribunda por
donde los frecuentes carros, de agua consonante, pasaban sin descanso alguno,
triturándolos a todos convirtiendo el fino pelaje, de los ricos, pobre y
acomodados, en una diversa amalgama de colores repulsivos, todos parecidos al
rojo, combinado en pequeñas tonalidades de marrón, negro y cafés sonrientes,
del blanco ni se diga, de este color fue la última bola de pelos que ha
escupido esta semana y aun así, a pesar de jugar en tan peligrosos tejados,
sigo sin recibir críticas mordaces, venenos sádicos o intentos de
reconciliación, por parte de cualquiera de mis vecinos, de hecho, han de
agradecerme, en nombre de mi felpudo animal, por librarlos de tan desagradables
plagas que solo servían para holgazanear sobre las pantallas planas, los
muebles de alrededores. Todo esto, claro, si tuviera algún vecino y la escases
de ratas no fuera una incógnita constante.